Recuerdo tu apocalipsis clavándome las uñas entre las sábanas, tu derrumbarte. Tus lágrimas, las más sinceras que he conocido, daban tregua al dolor. Te dolía de verdad, era una caída que nadie podía parar, un cuerpo hundiéndose arrastrando al fondo cualquier intento de salvamento. Ni siquiera el amor fue suficiente, ni siquiera el amor es suficiente cuando tu cabeza busca el fin sin remisión, a toda hostia. Tu palpitar tenía espinas y navajazos, tu corazón bombeaba veneno y dinamita. Y sé que sufrías y yo intenté hacerte comprender, pero uno aprende, uno aprende que nadie aprende. Nadie quiere ser salvado. Tal vez el tiempo, tal vez él tiene la llave o tal vez se agotan nuestras fuerzas. Sea como fuere eras un coche en dirección contraria, cianuro en la lengua, cristales en los intestinos. Eras más un final que un principio, más la muerte que la vida. Recuerdo sueños de capilla ardiente, tus besos de cuaresma. Recuerdo tu martirio de pastillas amarillas y verdes. Recuerdo y voy entendiendo que por mucho que lo intentara las cosas sólo podían ser como fueron. Te recuerdo y sólo espero que estés bien, que hayas encontrado, de algún modo, la paz.