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Una buena poesía. En centímetros

lunes, 13 de septiembre de 2010

La Pava

Tengo 85 años y esta es mi historia. Todo el mundo tiene una vida, buena o mala, larga o corta. La mía, cerca ya de su final he decidido echarla al saco de las buenas vidas. No todo el mundo dirá lo mismo cuando les pregunten; quizá muchos digan “No llevó buena vida”, pero al fin y al cabo he sido yo el que la ha gozado y padecido. La mayoría de los que me han conocido tampoco dirán de mí que soy buena persona pero, como todo, tiene su explicación. Yo fui un niño feliz pero dicen que los jóvenes son como los árboles: si se tuercen es difícil volverlos a enderezar. Yo tenía 13 apestosos y pilosos años cuando me torcí. Mi historia comienza cuando con trece años tuve la mala suerte de hartarme de follar.




Yo vivía en un pequeño pueblo con mi familia, éramos gente normal y corriente, trabajadores del campo que veían pasar sus días en jornales de sol a sol. La vida era dura en aquellos años, pero también los lazos humanos eran fuertes. Las puertas estaban siempre abiertas y los vecinos nos visitábamos constantemente. Mi madre y una vecina viuda eran íntimas amigas y ella siempre estaba en mi casa y viceversa.

Yo, al ser el pequeño, pasé muchas tardes participando de las eternas charlas entre ellas. A veces mi madre me mandaba a casa de la viuda para hacerle compañía. Es aquí cuando comenzó todo.

Una mujer viuda con sus necesidades y yo un chico joven con las mías. Ocurrió lo que tenía que ocurrir. A partir de mi conocimiento de las mieles que proporcionaban las generosas carnes de mi vecina y el propio despertar de mi cuerpo a la pura lascivia, se comenzó a gestar mi desdicha. Las visitas cada vez se fueron haciendo más constantes y dilatadas. Yo no podía reprimir mi instinto pubertoso y eréctil ni ella la fogosidad descubierta y tempranamente truncada con la muerte de su marido. Lo hacíamos constantemente, en cualquier parte y yo aparecía en el espejo cada vez más pálido. Mi madre comenzó a asustarse porque me veía, día a día, con menos salud y aunque comía estupendamente, mis ojeras no paraban de crecer. Más de una vez pasó por mi frente la idea de acabar mis días igual de maltrecho que el consorte de nuestra amada y amante vecina. Se decía que había muerto de fiebres, pero lo que la gente no sabía era de quien eran las calenturas que ocasionaron el fatal desenlace. Yo comenzaba a hacerme una idea de la peligrosidad de la poblada entrepierna de mi oronda amante. Peligro adictivo, atrayente, y de pastosa fragancia del cual no podía apartar todo mi revolucionado cuerpo. Cualquier excusa era buena para acercarme a casa de la vecina, al menos cuatro o cinco veces al día.

Luego estaba Dios, el pecar y el infierno. Ese debate interior no me llevó mucho tiempo resolverlo. Simplemente acepté que polla dura no cree en Dios.



En un principio me escapaba por las noches y pasaba gran parte de esta entre los brazos y las piernas de mi princesa, pero después no fue suficiente para ninguno de los dos y nos volvimos descuidados. Mi madre, que no era tonta, empezó a sospechar. Hasta que un día todo se fue a la mierda.

Una siesta, cuando todos dormían, yo me escabullí como tantas y tantas tardes, pero esa vez mi madre me siguió. Cuando entré en la casa, mi amada me esperaba vestida únicamente con un camisón. Yo inmediatamente me percaté de su olor a mujer y en cuestión de segundos mi polla se expreso como una gran admiradora de aquella lujuriosa postal. Le levanté el camisón dejando al aire su enorme culo y la apoyé contra la pared mientras procedía a la penetración. En tal batalla de pieles y flujos nos encontrábamos cuando noté que me agarraban de una oreja y entre voces y hostias me separaban de aquel gelatinoso y acogedor trasero. Mi madre me sacó de la casa cubierto de improperios y guantazos mientras yo me ponía los pantalones torpemente. Las dos mujeres se quedaron dentro de la casa hablando y yo, por mucho que lo intenté, no pude oir nada. Al cabo de unos minutos salió mi madre muy serena y los dos nos dirigimos a casa sin decirnos una palabra. Cuando entramos me cogió del brazo y me dijo que nunca más me acercara a esa casa si no quería que le contase a mi padre lo ocurrido. Yo asentí sin levantar la cabeza pero también con la completa seguridad de que no iba a ser capaz de cumplir lo prometido. Claro que, como ya he dicho, mi madre no era tonta y sabía que quien tenía que desaparecer de la escena no era yo, sino la viuda. Al cabo de dos días se fue a vivir a la ciudad con unos familiares y nunca más volví a verla.



Al principio casi ni me enteré de lo que mi madre había hecho conmigo. Mis sensaciones, tengo que aclarar, no tenían nada que ver con el amor. Yo no sentía ningún tipo de apego a esa dama que no estuviera primariamente relacionado con el acto físico. Con follar, vamos. Por lo que, hasta que no pasaron unos días mi cuerpo no empezó a manifestar el síndrome de abstinencia al que me había abocado mi señora madre. Era mucho peor que la castración, ya que, a diferencia de los eunucos, a mi no se me había privado de las ganas de follar sino del objeto del deseo. Me habían arrebatado la tarta después de hacérmela probar. Cuánto me unía a mi hermosa viuda, cuánto entendía ahora su fogosidad y sus ganas de continuar lo que dejó sin acabar un frágil marido. Era absolutamente cruel robar algo tan hermoso y placentero a cualquier persona, dónde estaba la justicia. Desde luego allí no.

Cuando mi cuerpo comprendió que aquello no volvería a ser como antes, empezó a mostrar su insatisfacción con constantes erecciones. Yo me masturbaba incesantemente, indecentemente y promiscuamente. Abusaba de mi cuerpo pensando en los vecinos que ahora estarían disfrutando de mi viuda y soñaba que aparecía en su casa y volvíamos a revolcarnos en un escenario urbano lejos del olor de las cuadras.

Esto me aplaco por un tiempo, pero no era lo mismo. Decididamente entrar en los jardines del sexo opuesto me había jodido la vida. No podía pensar en otra cosa, que no fuese carne turgente. Lo más prohibido de aquellos tempranos años 50. Yo ya no miraba a las mujeres como antes, todas eran para mí súcubos tentándome sin piedad. No tenían que ser necesariamente hermosas, mi viuda tampoco lo era. Hasta en las ancianas veía hembras insaciables que me provocaban. Ni siquiera podía salir a la calle porque en cualquier momento mi virilidad se tornaba evidente al cruzarme con cualquier hembra, ya no digamos dirigirles la palabra.



Una tarde durante la siesta, (ese era el peor momento del día, porque era cuando mas había pecado) no pude aguantar más y bajé al corral donde teníamos a los animales. Sin saber muy bien lo que me había llevado hasta allí abrí la puerta y me acerqué a una pava que mi madre tenía atada en la entrada. Entonces lo entendí todo porque una terrible rigidez se hizo patente en aquel preciso instante. Necesitaba follar urgentemente y la pava me estaba mirando tan cariñosamente que no la podía defraudar. Estaba a punto de abordar al animal cuando tuve un momento de lucidez. “Espera un momento, ¿que es lo que estas haciendo?”. La cordura parecía no querer abandonarme del todo e intentaba aparecerse como un ángel en mi hombro o eso creía yo. “¿con la de gallinas que hay aquí te vas quedar con la pava que es sin duda la más fea? Sería algo estúpido pudiendo elegir”. Así que me dispuse a buscar entre las aves pero ninguna me despertaba lo necesario para dejarme llevar por mis demonios; hasta que la vi.

Altiva y hermosa, destacaba entre las demás como si su linaje fuera de sangre azul. Una gallina blanca que podría competir en belleza con cualquiera de las artistas que venían a las verbenas en las fiestas. Era ligera a la vez que robusta, parecía hecha de gasa y mis ojos no podían dejar de mirarla. Sin pensármelo dos veces me dirigí a dar caza a la que bien podía ser el amor de mi vida, pero era veloz y lista, prácticamente perfecta. Mientras la perseguía volví a notar como mi ingle latía con fruición. Seguí un rato detrás de la gallina hasta que se escondió debajo de unas tablas donde yo no podía llegar. Exhausto, cabreado y empalmado miré un momento a la pava y sabiendo que la otra pieza estaba perdida me dije: “tu lo vas a pagar el pato”. Ojalá hubiese tenido patos.



No diré que fue como los polvos que echaba con la buena de mi vecina. No lo diré porque no sería cierto, pero tengo que admitir que me satisfizo más que las pajas con las que me machacaba antes de conocer la posibilidad del sexo animal. Fue como algo intermedio entre el onanismo y follar con una hembra de mi especie, algo que recomiendo a todo aquel que se encuentre alguna vez en mi misma situación.

Todos los días bajaba a la hora de la siesta en busca de mi gallina blanca y todos los días acababa follándome a la pava; aunque yo en quien pensaba era en mi gallinita y en que algún día le daría caza y podríamos gozar de una tarde de amor como lo hacia con su sucedánea. Se podría pensar en infidelidad, pero cuánta gente hace todas las noches lo mismo, cuánta gente se acuesta con sus parientas y parientes pensando que está con otra persona. No me pareció que el acto fuese del todo grave.

Una tarde fui a cumplir con mi deber de hombre y me encontré con que la cuerda estaba cortada y mi fiel compañera no estaba. Pensé en que se habría escapado. “todas mis amantes terminan por desaparecer”.- Me dije melodramáticamente y me dispuse a ir al cortejo de mi gallina y que, por supuesto, no culminé. Derrotado y cachondo me fui a mi habitación y me masturbé, pero ya no pensaba en mi viuda, ni siquiera en mi gallina. Aquella tarde me la casqué pensando en mi pava fiel y huida. Supongo que es cierto eso que dicen de que el roce hace el cariño.

Cuando me desperté era de noche y la voz de mi madre rugía para que fuese a cenar. Me enjugué un poco los ojos y me dirigí al patio donde se cenaba en verano. La mesa estaba puesta y delante de mi sitio había un generoso muslo con patatas. “¿De que es este muslo tan grande, madre?- Pregunté. La respuesta me quitó el apetito y alegué un dolor de estomago que en realidad apareció en el instante en que su boca dijo:”de pavo”. Aquella noche me libré de comer, pero no me libré de permanecer sentado en la mesa mientras veía como toda mi familia masticaba a la que había sido mi amante, tan discreta, tan complaciente. Sentía como una parte de mi desaparecía esófago abajo entre mis familiares. Veía como mi descendencia, mi prole se dirigía hacia los estómagos de toda mi familia y oía gritar a mis pequeños espermatozoides incrustados, infiltrados entre las fibras musculares de mi gran amante de la que nunca supe su nombre. Oía celebrar a mi parentela lo bien que se había criado aquella pava y lo bien alimentada que estaba. No podían hacerse una idea. Así que entre asco, pena y risa pasé aquella cena de muerte y degustación del amor. Grotesca poesía la que nos proporciona a veces la vida.

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