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Una buena poesía. En centímetros

domingo, 9 de mayo de 2010

La Pena

Los látigos de realidad me rasgan la piel una y otra vez. No me dejan zambullirme en mi imaginación para transportar a la superficie las perlas que allí se cultivan. Derrotado entre problemas voy avanzando por el cieno mientras me voy hundiendo poco a poco en mis cobardes intentos de supervivencia. Hasta aquí llego para esconderme en mi teclado, pero el teléfono móvil rompe la cordura necesaria para escribir mis locuras. No se puede escapar de esta vida, seguro que incluso en mi entierro tendré una llamada a la que contestar. Sólo espero que sea el diablo que llama para invitarme a una orgía de música y rocas fundidas. Ya oigo los tambores a lo lejos, esperando mi degenerada maraña de huesos y piel.
Observo en el espejo retrovisor de un coche, el blanco mural de mi rostro que me devuelve del lascivo infierno a la perfilada realidad. Con todos sus contornos bien rotulados, observo los píxeles de mi sombra a la vez que el sol se me clava en la nuca como una aguja de tejer. De repente hay una visión en la otra acera. Con la luz hincánome las uñas de su millón de dedos desde el punto más alto de mi cabeza hasta donde el cuello se hace espalda, puedo ver a la PENA.
Es una mujer totalmente enlutada sentada en una silla con un rosario entre las manos.
Todo en ella es negro excepto un cabello corto y gris. Si al menos fuese blanco le daría un punto de luz a una figura que parece una sombra a la que le han nacido ojos. La observo mientras noto que el astro me peina con sus doradas púas y estas van haciendo surcos por donde mi sudor se canaliza. La silla, fiel compañera en la rendición, se ha mimetizado con su dueña. Es pequeña y quizá en algún momento de su existencia fue de algún otro color diferente a la unión de todos los colores, pero el contacto con la montaña de escarabajos que sobre ella descansa la ha convertido en un elemento más de este sombrío espejismo. Está ringada hasta el ángulo que le ha permitido la pared en que se apoya y al igual que a su señora se le adivinan los años por las hendiduras que en ella se vislumbran. La pena lo absorbe todo, todo lo mancha y lo pudre, pero no lo mata. Te deja vivir para que puedas observar tu agónica descomposición. Cada vez me es más difícil saber si todo esto es real porque mientras que a mi camiseta blanca se le amontonan las zonas oscuras (quien sabe, tal vez también esté siendo atrapado por el agujero negro de la amargura) su rostro se muestra impasible al calor. Un rostro como pintura corrida por disolvente, sus ojeras y toda la piel de la cara parecen estar estiradas hacia abajo por unas manos invisibles que arrancan desde el centro de la tierra. Su sonrisa convexa permanece entre los paréntesis agrietados que se fraguan en las comisuras de su boca; y sus ojos, del color de la ceniza, emiten ligeros movimientos cuando un coche rompe su interminable presencia. Mirarla es como mirar cara a cara a la eternidad.
Conozco a esa mujer, su marido murió y desde entonces se sienta a ver pasar los coches y los años en la acera, es como si alguien le hubiese entregado el testigo el primer día de duelo. Un escalofrío me recorre el cuerpo cuando pienso que podría ser yo el siguiente en estirar la mano para recoger la mancha negra como John Silver y aunque parece que la goma de mis zapatillas se está fundiendo con el asfalto logro encontrar algo de fuerzas dentro de mi dorsal de perdedor y salir corriendo lejos del macabro acantilado que parece invocar a mi cuerpo.
Estoy totalmente agotado, llevo tanto tiempo corriendo al sol que ya ni siquiera sudo. No paro de pensar en como la tristeza te acecha sin que te des cuenta y en tu momento más débil te envuelve con su manto para darte su dulzona sopa de autocompasión. Estuve cerca de sucumbir, menos mal que me he dado cuenta a tiempo y he podido huir de la mirada de medusa. En esos pensamientos me hallo mientras me percato de que ya no tengo calor, cosa rara pues sigo sintiendo el aliento de Junio. Entonces miro mi camiseta y descubro que ha cambiado de color, se ha vuelto como la misma noche, mis pantalones también se han tintado de cuervos. De repente una terrible pesadez me impide levantarme de la silla en la que me senté para descansar . ¿Que me está ocurriendo? No puede ser, ¡yo escapé!, no puede ser. Con movimientos cada vez más lentos voy girando mi cabeza como si estuviera hecho de nogal y dirijo mis ojos hacia el rosario que sujeta mi mano, el ruido de un coche azul me hace desviar la mirada hacia sus ventanillas donde distingo un rostro, creo que el mío. Otro coche, creo que soy yo, otro coche, no estoy seguro, otro coche, otro….

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